Cocineta
Pequeña cocina equipada con los elementos indispensables.
Asà llaman, por ejemplo, al lugar donde se encuentra la cafetera en una oficina. Casi siempre hay algo más que simplemente la cafetera; se puede encontrar una pequeña pila para lavar platos, un dispensador de agua y quizás, incluso, una pequeña nevera para que los empleados guarden sus refrescos o comida.
No hay COCINETA completa sin el imprescindible dispensador de agua. En el modelo más tÃpicamente mejicano, este artefacto está compuesto por un pedestal metálico de aproximadamente un metro de altura y base cuadrada de treinta centÃmetros de lado. En su frente presenta una o dos pequeñas espitas, dependiendo de si el cachivache es capaz de surtir agua caliente además de la obligatoria agua frÃa. En su parte posterior se ve el tÃpico alambique de refrigeración propio de cualquier nevera.  En la parte superior hay un gran agujero, donde los amigos de los sufridos oficinistas deben colocar unos tremendos bidones llenos de un agua supuestamente potable. Los bidones son, casi siempre, de plástico azulado, aunque también se pueden encontrar de auténtico vidrio. Estos son más pesados, más caros y hacen más escándalo al caer, asà que no es de extrañar que se encuentren en franca recesión. Los dispensadores son unos aparatos estupendos porque siguen funcionando aunque no enfrÃen y la gente los trate a patadas. Siempre con el afán de encontrar un centÃmetro de más en la atestada COCINETA, el personal suele arrinconarlos y aplastarlos contra la pared. El alambique no refrigera, el agua frÃa sale templada y en la habitación se puede gozar del murmullo permanente del sufrido compresor y de la temperatura más cálida de todo el edificio.
Una cosa que no se encuentra en una tÃpica COCINETA mejicana de oficina es un simple y banal vaso, sea desechable o no. Entre la ropa de trabajo, el oficinista mejicano incluye una taza descomunal, normalmente recuerdo de Acapulco, de un restaurante o del viaje de un amigo al norte de la frontera. La gente tiene su taza, como tiene su silla o su lapicero. El foráneo debe acudir con su propio artefacto o “resignarse†a no tener acceso al néctar cafetalero.
Si no hay vasos se puede entender que tampoco hay cucharas. Ni siquiera de esas de plástico que se compran por toneladas y que en Estados Unidos usan tras un par de segundos de uso. Bueno, la verdad es que exagero. Sà suele haber cucharas; tres o cuatro, de plástico, metidas a remojo en un vaso plástico, lleno de un agua negruzca. La idea es que aquel que se atreva a tomar CAFÉ, y desee hacerlo con azúcar, debe servirse, echar el azúcar, remover y volver a colocar la cucharita desechable en su sitio. De esta forma, el que sigue podrá repetir la operación y sentir un poco más de asco ante una cucharilla tomando el baño en un agua aún más negra.